Lo siento.
Perdóname.
Gracias.
Te amo.
Estas son cuatro frases que forman parte de una de las oraciones del Ho’oponopono. Un sistema de sanación físico, mental, emocional y espiritual que apunta, entre otras cosas, a borrar pensamientos tóxicos y a reprogramar las emociones y que ha sido utilizado, desde hace cinco mil años, por los nativos del archipiélago de las islas Hawaii.
Supongo que, como cualquier otra técnica de sanación, no es algo que sirva a todo el mundo, ya que cada persona resuena internamente con lo que mejor se adecúa a su configuración energética, pero si que es cierto que sirve para serenar las emociones y estabilizar la mente. Lo de perdonar puede que a veces sea un proceso que requiera también de otras herramientas, además del Ho’oponopono.
La visión que yo tengo del perdón ha cambiado mucho con el tiempo y, a día de hoy, estoy convencida de que es una experiencia absolutamente íntima y personal, que nada tiene que ver con el otro.
Después de reflexionar sobre este asunto, intentando ser lo más coherente posible conmigo misma, he llegado a la conclusión de que el perdonar a otros es algo que llega cuando llega, no se puede forzar. Yo no perdono cuando quiero, eso es un espejismo que proviene de una idea, y las ideas son producto exclusivo de la mente.
El perdón auténtico nace del corazón y si yo no he terminado el proceso de sanar la herida que me ha provocado una mala experiencia con otro ser humano, no voy a poder perdonarle de verdad.
Los procesos derivados de la mente son infinitamente más rápidos que los emocionales, que se cocinan en el corazón y lo suelen hacer a fuego lento. Así que, lo que se perdona con la cabeza, no se perdona realmente, ya que, nuestro intelecto se está tomando unas atribuciones que no le corresponden. Lo que hace la mente es aparcar o intentar olvidar lo que le duele, nada más.
Por otra parte, entiendo que el proceso del perdón pasa por reflexionar sobre el hecho de que es posible que, para empezar, sea a nosotros mismos a quienes tengamos que perdonar.
Sanar lo propio antes de mirar fuera.
Es importante comprender que somos responsables de lo que dejamos que los demás nos hagan. Tenemos que aprender a poner límites.
Si alguien intenta dañarte físicamente, sales corriendo y te pones a salvo, ¿no?
Sin embargo, cuando el daño es emocional, muchos de nosotros, seguimos ahí a pesar del dolor. Nos empeñamos en “darle otra oportunidad”, justificamos al otro, aguantamos lo que haga falta y un poquito más, cuando quizás deberíamos considerar la posibilidad de rechazar el repetir la experiencia por una simple cuestión de amor propio. Además quien te ha hecho daño una vez, sin consecuencias negativas para sí mismo, no va a tener mucho problema en volver a tratarte mal, si tiene oportunidad, aunque sea por puro desconocimiento.
Puede que al final, sea suficiente con perdonarnos el hecho de habernos dejado herir, haber dado a otro el poder de hacernos daño, de faltarnos el respeto… y dejar que el corazón haga su trabajo, a su propio ritmo y sane, conforme pueda, la herida que nos hayan podido infligir.
También es importante dejar pasar el tiempo y, desde luego, no volver a poner ni un ápice de atención en la persona en cuestión, pero nunca desde el desprecio. Recuerda que donde va tu atención se enfoca tu energía y tampoco es necesario ir regalando la propia a quien te ha herido.
Ahora bien, otra cosa es cuando tu nivel de conciencia hace que no te tomes nada de forma personal y sabes comprender que la motivación y el estado de conciencia del otro, le lleva a actuar de una determinada forma. En este caso, la aceptación de que cada cual hace lo que puede y hasta dónde sabe, es un acto de sabiduría en sí mismo, que impide que acciones ajenas puedan dañarte. (En este sentido, te recomiendo leer el libro “Los Cuatro Acuerdos” del Doctor Miguel Ruiz. Un tesoro de la sabiduría Tolteca).
Si nuestra conciencia ha conseguido instalarse en la comprensión profunda y en la compasión ante los procesos de las personas que nos rodean, no hay posibilidad de sentirse herido por actos ajenos.
La compasión hacia otros supone haber reconocido y aceptado el propio poder personal, supone estar instalado en el equilibrio emocional y la paz interior y una vez llegados a este punto, solo es posible sentir amor.
Recordemos que la maldad no es más que una terrible acumulación de dolor, una intensa densificación del sufrimiento, la amargura en estado puro.
Pero cuidado, esto no quiere decir que tengamos que implicarnos en los procesos de quienes nos dañan, en absoluto.
Es importante abandonar el papel de salvador, porque no sirve y, de hecho, es síntoma de un desorden o un desequilibrio emocional, una enfermedad mental o un acto de soberbia.
Cuando intentamos “salvar” a alguien, nos estamos colocando en una posición de poder sobre el otro. Le estamos faltando al respeto, a ese otro y a su proceso, al creernos con la superioridad moral de decirle cómo tiene que actuar.
La ayuda tiene que venir siempre en forma de motivación.
Que sea tu mejor ejemplo lo que ayude al otro a querer salir de donde esté y que sea tu inspiración lo que le de fuerzas para hacerlo… si quiere, claro.
En cualquier caso, sigue tu camino en paz. Puedes estar seguro de que, actuando de esta forma, atraerás a tu vida a personas que estén en tu misma sintonía y con las que te sentirás como en casa.
Y ya sabes que solo hablo de lo que sé por propia experiencia.
Gracias a Pexels por las fotos.